Recordando a Carmen Amaya
24.07.2013 12:17De las barracas del Somorrostro al Sunset Bulevar de Hollywood, la figura y el baile de Carmen Amaya sedujeron a medio mundo.
Con su talento tan personal e inimitable, esta gitana catalana contribuyó a hacer del flamenco un arte universal. Enterrada en Begur, todavía es recordada como uno de los grandes mitos del género.
Carmen Amaya nació una noche de tormenta, con el mar enfurecido pegando en la puerta de la barraca donde vivían sus padres, en el barrio barcelonés de Somorrostro. Era un 2 de noviembre de 1913 y, ante la precariedad de la vivienda prefabricada, la amenaza del temporal obligó a Micaela, la madre, a trasladarse a la barraca del abuelo. Éste, un tratante de caballos, vivía en medio de la playa, cerca de un lugar que era conocido como Pequín –donde en 1888 se había establecido un núcleo chino– y el Campo de la Bota, bautizado así por los fusilamientos que allí se perpetraron al alba durante la Guerra Civil.
El padre, José Amaya, también conocido como ‘el Chino’, tocaba la guitarra por las tabernas y tugurios de la zona y buena parte de lo que recaudaba, que no era mucho, volvía a la caja de la bodega después de haber calmado la sed y la angustia con unos cuantos vasos de aquel vino agrio y maloliente. Sin embargo, una noche se llevó a la niña, que no había cumplido todavía los seis años, con los pies descalzos y los bracitos al aire, al restaurante Les Set Portes, donde los clientes pagaban en libras, francos, marcos, liras y duros en lugar de en pesetas. La chica los dejó a todos deslumbrados, era un auténtico fenómeno.
Muy pronto se hizo famosa en las Ramblas y en el Paralelo, donde la conocían como ‘la Capitana’. Su vitalidad, su nervio, su energía y una gracia que la hacía única, la convertían en el foco de todas las miradas. Puro magnetismo. No había establecimiento que no se la disputara, desde el más humilde hasta el más prestigioso. Todos los locales de la época sentían cómo temblaba el suelo tan pronto como los talones desnudos de aquella gitana de alto voltaje lo pisaban. El Bar del Manquet, La Taurina, el Xiringito de Porta de la Pau, el Cangrejo Flamenco, Ca l’Escanyo o el Villa Rosa fueron algunos de los establecimientos en los que dejó huella el arte de Carmen Amaya.
Un empresario del mundo del espectáculo, Josep Sampere, vio el filón que supondría tener en nómina a una artista de aquel potencial y la hizo debutar en el Teatro Español de Barcelona. A pesar de que su corta edad, no llegaba a los catorce años, le impedía formalizar un contrato laboral, Sempere se las ingenió para burlar a la policía y mantener en programación a aquella niña prodigio.
Fue mientras se celebraba la Exposición Universal de 1929, cuando una crónica de Sebastià Gasch en el semanario ‘El Mirador’ trasladó por primera vez a la letra impresa la relevancia y la notoriedad de aquella joven artista.
Poco después, el bailaor Vicente Escudero hizo un comentario que se convirtió en una auténtica profecía: ‘Esta gitanilla lleva dentro de sí la revolución del baile flamenco, porque es la síntesis de dos grandes estilos fusionados genialmente: el de la bailaora antigua, de la cintura a la cabeza, con un braceo imponderable y el magnético brillo de sus ojos; y el estilo trepidante del bailaor en sus variaciones de pies, prodigiosas.’
Contratada por el empresario Carcellé en 1935, Carmen Amaya hizo su presentación triunfal en el Coliseum de Madrid. Fue el escenario donde empezó y acabó su carrera en la Península. La bailaora también se puso detrás de la cámara. El papel más significativo de aquella época fue el de protagonista de la película ‘María de la O’.
El estallido de la Guerra Civil hizo que la población gitana, una comunidad no censada y que se rige por sus propias leyes, fuera sospechosa tanto para el bando nacional como para las tropas republicanas. Carmen Amaya y su familia tan sólo vieron una opción posible: marcharse del país. Embarcaron hacia América desde Portugal y, después de quince días de una interminable travesía, llegaron a Buenos Aires, donde tenían un contrato para cuatro semanas, que se alargó nueve meses con el teatro lleno en cada función. La acompañaba a la guitarra el maestro Sabicas, que después continuaría con su compañía durante los cinco años que estuvo en los Estados Unidos, desde 1940 hasta 1945. En su etapa en los Estados Unidos trabajó en diversas ocasiones para las ‘majors’ de Hollywood y las estrellas del cine admiraron y elogiaron su arte. Incluso el presidente de los Estados Unidos, Franklin Roosevelt, la invitó a actuar en la Casa Blanca.
Finalmente, en 1947 volvió a Europa, donde fue aclamada como una estrella mundial y en 1948 su presentación en París fue un éxito apoteósico. Maravillaba y deslumbraba a todo el mundo por igual, desde los personajes más ilustrados como el maestro Arturo Toscanini, hasta el más humilde trabajador que no había tenido la oportunidad de ir a la escuela. Ricos y pobres, cultos y analfabetos, gitanos y payos, claudicaban ante la fuerza y el arrebato de su baile que, según decían, era puro fuego.
Las únicas voces críticas que tímidamente aparecieron provenían de determinados sectores de la ortodoxia teoricoflamenquista. Estas críticas, sin embargo, respondían más a la incapacidad para clasificar su baile dentro de la convención establecida, que a considerar que mereciera ser descalificada. De hecho, cuando estos mismos críticos tenían la oportunidad de verla en acción, no podían evitar aplaudir con entusiasmo como el resto de mortales.
Volcánica, temperamental y misteriosa, Carmen Amaya era la personificación del rito flamenco. Parecía increíble: aquellos cuarenta kilos de peso y poco más de metro y medio de altura tenían la capacidad de unir en perfecta armonía lo más salvaje y lo más estilizado del ser humano. Era la combinación perfecta de la bella y la bestia. Su último trabajo en el cine fue la participación en la película ‘Los Tarantos’ de Francisco Rovira-Beleta en 1963. Un rodaje que vivió intensamente, pero que para ella fue muy duro, porque la enfermedad la consumía y el dolor era cada vez más insoportable. Sufría una extraña insuficiencia renal que le impedía eliminar las toxinas que el cuerpo acumulaba. Una enfermedad a la que los mejores especialistas no encontraron remedio. El 19 de noviembre de aquel 1963 murió en Begur. La población bajoampurdanesa la declaró hija adoptiva y en los Jardines Joan Brossa de Barcelona –donde antes se encontraba el Parque de Atracciones de Montjuïc– se puede ver el monumento que la ciudad dedicó a su memoria en 1966. Desde su desaparición, el mito de aquella irrepetible Carmen Amaya se ha mantenido intacto.